Cuando alguien nos dice que una sola persona dejó su huella en ingeniería, física, mecánica, óptica, botánica, geología, anatomía, música, urbanismo, arquitectura, lengua, pintura, escultura y filosofía, no hace falta que nos diga que está hablando de Leonardo Da Vinci. Porque sus inventos y creaciones lo convierten en un hombre único en la historia con un legado tan grande como su capacidad.
Aunque la técnica avanzaba mucho más lento que su cabeza, y los artefactos que imaginó no pudieron construirse en su época, Da Vinci diseñó helicópteros, submarinos, tanques, puentes levadizos y calculadoras primitivas.
“Cuánto más se leen las páginas de sus cuadernos, menos puede comprenderse cómo un ser humano podía sobresalir en todos esos dominios diferentes y realizar importantes aportes a casi todos ellos.”, afirmaba el historiador del arte Ernst Gombrich.
Leonardo nació en Vinci, muy cerca de Florencia, el 15 abril de 1452, era hijo ilegítimo de un notario y una campesina y no tuvo formación académica, pero sí una enorme capacidad observadora y un incomparable amor por la naturaleza. Sus padres lo llevaron a Florencia al descubrir el gran talento que mostraba en la pintura. En el taller de Andrea Verrocchio, realizó la primera figura que ya ponía de manifiesto su genio: un ángel en la obra “El Bautismo de San Juan”. El maestro Verrocchio se sorprendió al ver que lo había colocado girándose hacia el espectador y, en ese momento, supo que el joven alumno lo superaría.
Una sonrisa inalcanzable
Muchos de los modelos de sus pinturas están rodeados de un halo de misterio. Según Silvano Vinceti, máximo experto en la figura de Da Vinci, la enigmática Gioconda, esa dama que nos sonríe y nos mira directo a los ojos, no importa desde dónde la contemplemos, está inspirada no por una, si no por dos modelos.
En la obra, Da Vinci usó la técnica del ‘sfumato’ o esfumado que consiste en difuminar el contorno del dibujo y suavizar los colores para producir un juego de sombras que le da a la figura un efecto tridimensional.
Los expertos que estudiaron la obra afirmaron que con esta técnica Leonardo consiguió que la protagonista de la pintura tuviera la apariencia de sonreír o estar triste dependiendo de la perspectiva desde la que se la mirara. Se trata de una ilusión óptica que atrapa al espectador y se llama “la sonrisa inalcanzable”.
Al mirar solo la boca de la dama, esta parece sonreír. Mientras que, si se fija la vista en sus ojos o cualquier otra parte de su cara, da la impresión de estar seria. El hallazgo de este fenómeno y su relación con el sfumato pudo descubrirse gracias a otro cuadro de Da Vinci conocido como “La bella principessa”, en el cual, el artista usa los mismos efectos visuales.
Pero ¿quién era la dama de la sonrisa inalcanzable? El genio florentino habría tomado como modelos a la noble Lisa Gherardini y también a su pupilo predilecto, Gian Giacomo Caprotti, más conocido como Salai. Vinceti explicó que Francesco del Giocondo, el rico comerciante florentino casado con Mona Lisa, contrató a Leonardo para que realizara el retrato de su mujer.
Al verla triste y melancólica, llamó a juglares y payasos para que la hicieran reír, pero sus intentos fueron en vano. Según las propias palabras de Da Vinci en su «Tratado de Pintura», un pintor «no debe solo reproducir el semblante físico de un modelo sino, lo más difícil, traducir su interioridad en sus gestos». Vinceti percibe la presencia de un segundo modelo utilizado «en el largo periodo de gestación de esta obra maestra pictórica y espiritual».
Se trata de Salai, el alumno aventajado de Leonardo, a quien también habría retratado en otras obras como «Ángel Encarnado», «Santa Ana» y «San Juan Bautista». Si bien Vinceti reconoce que «solo existen documentos históricos indirectos a disposición» para corroborar esta tesis, asegura que «Ha sido detectada una impresionante similitud entre el componente de la nariz y de la frente de la Gioconda y la obra comparada (San Juan Bautista). Una similitud entre la sonrisa de la Gioconda y las presentes en obras para las que usó como modelo a Salai”.
Si bien la reciente tesis de Vicenti está bastante aceptada, fueron muchas y muy variadas las teorías sobre la identidad de la fascinante mujer del cuadro: desde nobles de la época como Pacífica Brandano, Caterina Sforza o Isabel de Aragón hasta Salai e incluso el propio Leonardo autorretratado.
Una coincidencia improbable
Encargada por Ludovico Sforza para el refectorio del Convento de Santa Maria delle Grazie en Milán, “La última cena” es otra de las grandes obras, no solo del artista, sino también del arte en general. Fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1980. Contemplarla, pensarla, explorarla y estudiarla significa encontrarse con una infinidad de detalles sorprendentes que la convierten en una de las obras más enigmáticas e importantes de la historia del arte.
Es que Leonardo no solo ha pintado un fresco, sino que ha hecho lo que solo los grandes artistas pueden hacer: mirar el mundo que todos conocemos y entregárnoslo como algo totalmente nuevo. Si la Gioconda puede sonreír y estar triste en el mismo cuadro, “La última cena” puede mostrarnos un momento conocido e imaginado por cientos de años, para que lo veamos por primera vez.
Por eso, Leonardo no retrata el clásico momento del cáliz, o de la eucaristía, sino otro, que sirve como espejo de toda la humanidad. Se trata del momento en el cual Jesús afirma: “uno de vosotros me traicionará”. Da Vinci nos invita a presenciar la consternación, intenta reflejar «los movimientos del alma» y las diferentes reacciones de cada uno de los doce apóstoles. Unos se ven asombrados, otros se levantan porque no escucharon bien, otros se espantan y Judas retrocede, culpable.
Tanto los doce apóstoles como el mismo Jesús fueron inspirados por personas reales. Según algunos estudios, Cristo fue el primer elegido. Da Vinci buscaba un rostro que mostrara una personalidad inocente, pacífica y a la vez bella. Quería que estuviera libre de las cicatrices y los gestos duros que deja la vida del pecado. La selección le tomó varios meses, hasta que finalmente encontró a un joven de 19 años. Trabajó durante seis meses en esa figura principal.
Giorgio Vasari, considerado uno de los primeros historiadores del arte y célebre por sus biografías de artistas italianos, cuenta una historia que difiere en algunos detalles. En sus “Vite” describe cómo trabajaba el artista: “algunos días pintaba como una furia, y otros pasaba horas solo mirando la obra, paseaba por las calles de la ciudad buscando la cara de Judas, el traidor”.
Al parecer, esta forma de trabajar impacientaba al prior del convento que fue a quejarse al duque, quien llamó al pintor para pedirle que acelerara el trabajo. Leonardo le explicó que “los hombres de su genio a veces producen más cuando trabajan menos, por tener la mente ocupada en precisar ideas que acababan por resolverse en forma y expresión”. Además, informó al duque que todavía le faltaban modelos para las figuras del Salvador y de Judas. Leonardo temía que no fuera posible encontrar nadie que, habiendo recibido tantos beneficios de su Señor, como Judas, tuviera un corazón tan depravado como para traicionarlo y añadió que “si, continuando su esfuerzo, no podía encontrarlo, tendría que poner como la cara de Judas el retrato del impertinente y quisquilloso prior”.
Otras fuentes aseguran que le tomó seis años buscar y representar a once de los doce apóstoles y que dejó para el final a Judas. Después de muchos intentos, encontró un hombre con la cara que buscaba, en el calabozo de Roma, estaba sentenciado a muerte. Al verlo, Da Vinci vio a Judas. Obtuvo un permiso del rey, para trasladarlo a su estudio en Milán. Y lo pintó en silencio, por meses.
Cuando Leonardo dio el último trazo, dio la orden de que se lo llevaran.
Mientras se iba, el prisionero se soltó, corrió hacia Leonardo y se desarrolló este diálogo:
– ¡Obsérvame! ¿No reconoces quién soy?
-Nunca te había visto en mi vida, hasta aquella tarde fuera del calabozo de Roma.
-¡Mírame nuevamente, pues yo soy aquel joven cuyo rostro escogiste para representar a Cristo hace siete años!
La historia es bella, aunque muy improbable, porque casi todos los expertos coinciden en que el artista pintó la obra entre 1495 y 1498, en tres años y no en siete. Será otro de los misterios que la rodean.
Sin embargo, algo queda más que claro: este mural de 4,6 por 8,8 metros, ejecutado al temple y óleo, realizado sobre dos capas de preparación de yeso extendidas sobre enlucido, es, sin lugar a dudas, una de las más maravillosas obras pictóricas que la humanidad ha podido crear en toda su historia y su autor, una de las pocas personas que llenan de sentido la palabra genio.