El viaje de Charles Darwin a nuestras tierras y la historia que lo unió a los gauchos.
El 27 de diciembre de 1831 el navío HMS Beagle zarpó de la bahía de Plymouth llevando un Darwin de 22 años a bordo. Arribó a Falmouth cinco años después, el 2 de octubre de 1836 trayendo de regreso un naturalista cuyas observaciones ya empezaban a hacerse conocidas.
Por una nariz
Poco faltó para que Darwin no pudiera emprender ese viaje y se quedara en el puerto mirando cómo se alejaba la embarcación que, de alguna manera, lo llevó a escribir una de las obras más importantes de la historia de la ciencia y, tal vez, de la humanidad.
El capitán, cuyo apellido hoy le da nombre a una de las montañas más difíciles de escalar y bellas de nuestra Patagonia, Robert Fitz Roy, casi no lo deja subir. ¿La razón? La forma de la nariz de Darwin.
Fitz Roy creía en las teorías de Johann Kaspar Lavater, quien aseguraba que se podía juzgar a un hombre por su fisonomía. Aparentemente, el capitán consideraba que la nariz de Darwin indicaba que el joven no tenía la fuerza suficiente para participar de un viaje como el que iba a emprender el Beagle.
El viaje hacia la evolución
El viaje comenzó y Darwin daba cuenta de sus hallazgos enviando regularmente escritos a Cambridge y largas cartas a sus familiares.
Todo ese material se convirtió luego en un diario de viaje originalmente titulado “Diario y Observaciones” o “Diario de Investigaciones” que el naturalista publicó en 1839 con el título “El viaje del Beagle”.
El libro es una muestra cabal de la enorme capacidad de observación del autor. Reúne tanto sus memorias de viaje como sus anotaciones científicas de biología, geología y antropología.
Durante el viaje, el joven Darwin pasó la mayor parte del tiempo realizando investigaciones geológicas en tierra y recopilando ejemplares, mientras el Beagle realizaba otra misión científica: medir corrientes oceánicas y cartografiar la costa.
A su corta edad, tenía nociones de geología, entomología y disección de invertebrados marinos. Como conocía sus falencias en otras disciplinas científicas, reunió gran número de especímenes para que los especialistas pudieran hacer una evaluación más exhaustiva.
Unos años después, el hombre de la nariz poco promisoria concibió la teoría de la evolución, que luego plasmaría en “El origen de las especies” publicado en 1859.
Un inglés en estas tierras
“El viaje del Beagle” recopila todo lo que el naturalista conoció en ese largo periplo a bordo, también las impresiones que le dejó el pueblo argentino.
Durante su visita Darwin observó el comportamiento social, político y judicial en todos sus estratos. En su bitácora se refiere a estas tierras como parte de “la Sudamérica española” y destaca “las maneras corteses y señoriales, que se hallan generalizadas entre la mayoría de los habitantes, el gusto excelente desplegado por las mujeres en el vestir y la igualdad de trato en todas las clases”.
Darwin había quedado también muy impresionado por la figura del gaucho.
“Durante los últimos seis meses he tenido ocasión de observar un poco el carácter de los habitantes de estas provincias. Los gauchos o campesinos son muy superiores a los que residen en las ciudades. El gaucho se distingue invariablemente por su cortesía obsequiosa y hospitalidad; jamás he tropezado con uno que no tuviese esas cualidades. Es modesto, así respecto de sí propio como por lo que hace a su país, y a la vez animoso, vivaracho y audaz”.
Incluso, también experimentó la vida de estos hombres, tal como se lo contaba a su hermana Carolina en una carta enviada desde Buenos aires en 1833:
«Me he convertido en todo un gaucho, tomo mi mate y fumo mi cigarro y después me acuesto cómodo, con los cielos como toldo, como si estuviera en una cama de pluma. Es una vida tan sana, todo el día encima del caballo, comiendo nada más que carne y durmiendo en medio de un viento fresco, que uno se despierta fresco como una alondra».
Boleadoras que atrapan risas
Un aspecto le impresionó más que otros y lo llevó a vivir una gran anécdota: la habilidad para cabalgar a máxima velocidad y, al mismo tiempo, enlazar a un animal con una cuerda o unas boleadoras.
“Un día, mientras me divertía galopando y girando las boleadoras sobre mi cabeza, por accidente la bola que estaba libre golpeó un arbusto” contaba el propio Darwin.
La boleadora, ‘como por arte de magia’, atrapó la pata trasera de su propio caballo. Afortunadamente era un animal experimentado y supo liberarse sin caer al suelo.
“Los gauchos explotaron de risa. Exclamaban que habían visto capturar a todo tipo de animales, pero nunca habían visto a un hombre atrapándose a sí mismo”, concluía Darwin.